sábado, 23 de abril de 2011

Carson McCullers

Fragmento de "El corazón es un cazador solitario"

       Cuando estaba solo en el tejado, Andrew sentía siempre que necesitaba gritar, pero no sabía qué era lo que quería decir. Le parecía que si pudiera expresarlo con palabras, dejaría de ser un chico descalzo, de pies grandes y toscos, y manos que le colgaban torpemente de las mangas —que se le habían quedado cortas— de su camisa de leñador. Si encontraba las frases sería un gran hombre, una especie de Dios, y lo que gritara haría claras y sencillas las cosas que le preocupaban a él y a todo el mundo. Su voz sería potente y semejante a la música y hombres y mujeres saldrían de sus casas, le escucharían y sabrían que lo que decía era verdad, de manera que serían como una sola persona y el mundo en su totalidad lo entendería. Pero por intenso que fuera aquel sentimiento, nunca logró convertirlo en palabras. Se mantenía allí en equilibrio, atascado, pero dispuesto a estallar, y si su voz no hubiera sido chillona e insegura, habría intentado gritar la música de uno de sus discos de Wagner. No podía hacer nada. Y cuando el resto de la pandilla salía de la casa y lo veía allí arriba, Andrew sentía un pánico repentino, como si se le hubieran caído los pantalones de pana. Para cubrir su desnudez, gritaba algo estúpido como Amigos, romanos, compatriotas o Shakespeare, dale una patada donde duela, y luego se bajaba del tejado sintiéndose vacío y avergonzado y más solo que nadie en el mundo.

sábado, 10 de enero de 2009

Juan Marsé

Teniente Bravo, evocado por Carlos

Un cuento simpático, magnífico. Nada es inequívocamente malo ni bueno ni tonto ni listo ni bonito ni feo. El teniente Bravo hace una demostración a sus reclutas de cómo se salta un potro.




      Los brazos en jarras, la barbilla enhiesta, miró al potro con desafiante apostura, calculando la velocidad y el ímpetu del salto. No se lo pensó mucho. Doblando un poco la cintura, dio un imperceptible saltito a modo de estímulo y emprendió la carrera, espoleándose el muslo con la fusta. Corría con buen estilo, pero no daba la impresión de velocidad ni de empuje —le ocurría exactamente lo mismo cuando jugaba al fútbol con los reclutas: mareaba al adversario con endiablados quiebros y fintas, pero nunca daba la sensación de poder llevarse el balón hasta la portería contraria, a no ser que ellos se lo permitieran, lo cual ocurría a menudo.
      Mucho antes de llegar al potro, el teniente se dio cuenta de que andaba lento.
      Cuando le faltaban un par de metros sujetó la fusta con los dientes y dejó las manos libres, juntó los pies y saltó. Se elevó poco, y además no soltó a tiempo las manos del potro y la bota izquierda tropezó con la muñeca. Llevaba tan poco impulso, que casi no fue una caída; se abrazó al potro y se dejó resbalar suavemente del otro lado hasta apoyar la mano en el suelo. Todo ocurrió tan rápido que nadie tuvo tiempo de reaccionar, y cuando el sargento inició un ademán de ayuda, el teniente ya se había incorporado.

      —No pasa nada —dijo recuperando la fusta y el gorro, que se encasquetó jovialmente sobre los ojos echando la cabeza hacia atrás, dedicándole muecas al sol y a sí mismo. Sonriendo, flexionó las piernas un par de veces y hubo risitas en el pelotón, pero no exactamente de burla; risas solidarias con el teniente, con su estilo acrobático y volatinero, con su deportiva manera de encajar un revés.
      Se quedó un rato observando al potro de cerca, mientras se ajustaba los guantes, y luego se encaminó otra vez hasta más allá de la línea que él mismo había trazado. Dos gallinas le siguieron un trecho, luego se desviaron picoteando la tierra con saña. Al darse el teniente la vuelta en la orilla de la explanada, cerca de las porquerizas, los cerdos empezaron a chillar todos a una como obedeciendo a una orden, una lenta ráfaga de viento levantó un ala de polvo bermellón y el recluta Folch vio a su abuela sentada en una silla baja junto a la era, desplumando una gallina en su regazo, a miles de kilómetros de allí.
      Cuando el recluta volvió a abrir los ojos en medio del polvo, el teniente Bravo estaba inmóvil en la línea de salida, la mirada fija en el potro. Se concentró unos segundos, bajó la vista, se gritó a sí mismo «¡Ya!» y emprendió una carrera más reflexiva y voluntariosa, más estratégica; balanceaba ligeramente los hombros, parecía ir más confiado, sobrado de facultades. Sin embargo, no llevaba más velocidad ni más fuerza que la vez anterior, era solamente una especial confianza en sí mismo que le proporcionaba la bondad de su estilo, sus buenas maneras y su entereza y serenidad ante cualquier riesgo. En eso era muy exigente consigo mismo y con la tropa: «¡Folch, destripaterrones, manejas el fusil como si fuera un azadón!», gritaba en las prácticas de tiro, «¡La bala hay que mimarla! ¡No basta con tener puntería, manazas, payés del carajo, hay que tener estilo! ¡Modales de soldado, coño!», y sus duros ojos negros, mientras se paseaba a lo largo de la línea de fusileros cuerpo a tierra, espiaba por encima del hombro la furtiva relación personal que cada recluta establecía con su fusil: la mano golpeando rabiosamente el cerrojo, metiendo la bala en la recámara, restregando suavemente la mejilla en la culata, acariciando el gatillo con el dedo. A mitad de carrera el teniente vio la cabra que se le iba a cruzar, pensó «Carmencita, cabrona» dulcemente y parpadeó confuso como si despertara de un sueño. La cabeza enhiesta, una gallina trotaba en el reguero de agua negra y hedionda que provenía de las porquerizas, salpicando a la cabra. El teniente cambió el paso y afrontó el potro alegremente, el cuello muy estirado y el elegante torso envarado en el aire como si volara sentado con la espalda muy recta. Pero el pesado lastre de las piernas impuso su ley y, mientras todavía se elevaba, el teniente recibió la certeza del descalabro como una bofetada en la frente y echó la cabeza para atrás igual que un caballo frenado en plena carrera. Con la punta de las botas —las dos, esta vez— rozó el lomo del potro y cayó escorado sobre el costado, de manera fulminante, como si la tierra quisiera tragárselo.
      Esta segunda caída lo hundió en la perplejidad y permaneció sentado en el suelo durante unos segundos, meditando su mala
suerte. Tenía una raspadura en la barbilla, difusa, como si sudara sangre, y desgarrado el guante de la mano derecha. El sargento ya había recogido el gorro y la fusta y estaba indeciso a su lado, mirándole con sus pequeños ojos amarillos incrustados en morcilla que reflejaban preocupación y alarma, cuando, en el pelotón, se escuchó la voz ronca y estomacal: «Se va a caer, mi teniente.»
      El sargento dio un respingo como si le hubiese picado una avispa.
      —¡¿Quién ha sido el gracioso?! —bramó—. ¡Que salga de la formación ahora mismo o de lo contrario os mando a todos a la cocina a pelar patatas hasta que os licencien! ¡Pero ya, rápido!
      —Tranquilo, sargento —el teniente se incorporó elásticamente, de un brinco, y esta vez apenas sacudió el polvo de la sahariana ni recompuso el correaje—. Luego nos ocuparemos de eso.
      —Por lo visto tenemos aquí a un listillo —dijo el sargento—. ¡Da la cara, payaso! ¡Con el fusil y el macuto y una emisora en la espalda les obligaría yo a saltar, mi teniente, a ver si les quedaban ganas de cachondeo!
      —Saltarán cuando yo diga.
      Jadeando un poco, el teniente se paseaba de nuevo alrededor del potro con los brazos en jarras. El sargento, furioso, en tres zancadas se situó detrás de la formación farfullando amenazas y escrutando los cogotes pelados de los reclutas como si quisiera taladrarlos con los ojos: «Os voy a meter otro pelado a navaja que se os verán los sesos.» El teniente le reclamó la fusta y se golpeó con ella los tacones altos y bruñidos de las botas, examinándolos a la patacoja, pensativo. Son las botas, se dijo a regañadientes, lamentando no habérselas quitado. El sargento carraspeó a su lado:
      —Son las botas, mi teniente. Pesan lo suyo. Debió quitárselas antes de venir.
      —Sé muy bien lo que pesan mis botas, sargento.
      —Con su permiso, yo que usted me las quitaría —dijo el suboficial con la voz neutra, rasposa—. Seguro que el problema está ahí...
      —No hay ningún problema con las botas, sargento. Estoy calculando mal la distancia, eso es todo.
      —Ah, si es eso —concedió el sargento—. De todos modos, mi teniente, esos tacones, y además el correaje y la pistola...
      —Vamos a dejarlo, sargento.
      Una bandada de frenéticas gaviotas sobrevoló las porquerizas y los cerdos arreciaron en sus chillidos.
      El sargento Lecha no se daba por vencido:
      —Con su permiso, mi teniente —añadió con talante reflexivo—, se me acaba de ocurrir una cosa... ¿Y si ponemos el potro más lejos?
      El teniente lo miró en silencio y, mientras se frotaba vigorosamente la barbilla dolorida, esbozó una mueca de fastidio. «Soy yo el que debe situarse más lejos», murmuró lanzando un guiño de complicidad al pelotón: «Siempre más lejos, ¿verdad, muchachos?» Algunos reclutas asintieron sonriendo, en especial el grupito de sabihondos pelotillas barceloneses —Malet, Marés, Molist, Munné—, y el teniente añadió: «Me está bien empleado, por confiarme. Bien, a la tercera va la vencida.»

lunes, 27 de octubre de 2008

Javier Tomeo

La Soledad de los Pirómanos, evocado por Carlos

El mundo tan particular de Tomeo: un personaje-narrador solitario, urbano, medio majareta; un hombre que habla con refranes y frases hechas, y que todo lo ha aprendido de la televisión.





      Seguramente en estos momentos está pensando en los vikingos. Ha oído campanas, pero no sabe dónde. Hace un par de semanas salió por el Canal Veinte un explorador noruego que dijo que América la habían descubierto como quien dice sus abuelos.
      Me parece una estupidez defender semejantes teorías. Bastante tenían aquellos tíos con sus cornamentas. Le aconsejo que se deje ahora de vikingos y de vikingas, porque nadie puede presumir de haber descubierto una cosa que no estaba buscando y le exijo que se defina de una vez y me diga si le parece bien que hayan puesto a Colón señalando las costas africanas.
      No dice ni que sí ni que no y monta una pierna encima de la otra. Nunca se había atrevido a sentarse de esa forma en mi presencia. Se queda un rato callado y por fin reconoce que Cristóbal Colón y América le importan tanto como lo que se ha encontrado hoy. Le pregunto que qué ha encontrado y dice que nada.
      —Pues eso me parece mal —le digo—, porque gracias al señor Colón puedes comerte ahora un buen plato de patatas guisadas. Fue él quien trajo las patatas de América. ¿Y los tomates? ¿Qué me dices de los tomates? ¿Y los cigarros puros?
      No sabe qué responder y no insisto. Prefiero archivar este asunto y pasar a otro tema. Ya llegará el momento de aclarar la situación y pedirle que me explique por qué está tan raro.
      Le pido al camarero otra botella de agua y levanto la mirada al cielo para ver qué tal siguen las cosas por ahí arriba. Las nubes continúan sin aparecer, pero por encima del barrio de B empieza a elevarse una espesa columna de humo.
      —Allí se está quemando algo —le señalo a Ramón.
      No me importa admitir mi error y reconocer que los bomberos no fueron al barrio de B para liberar un gato travieso, sino para sofocar un incendio con todas las de la ley. Ramón, por lo tanto, tenía más razón que un santo. Continúo señalándole la humareda con el índice, tal como hace Colón con las costas africanas, y se queda un buen rato contemplando con aire de entendido, es decir, como si lo suyo fuese opinar a propósito de llamas y humos.
      Al cabo de un buen rato sacude varias veces la cabeza y opina que no cree que el fuego se extienda por el barrio. Le pregunto que cómo puede estar tan seguro, y responde que hoy en día los bomberos tienen unas mangueras muy largas que llegan a todas partes.
      —¡Jo, jo, jo! —se ríe.
      Su insolencia aumenta por momentos. Cualquiera puede adivinar lo que ha querido decir al hablar de mangueras.
      —¡Ja, ja, ja! —me río también yo, para que no piense que me doy por aludido.
      El camarero se acerca el botellín de agua a la boca y por un momento pienso que va a arrancar la chapa con los dientes. Sólo es un farol. Al final utiliza el abridor que le cuelga del cinto y se me queda mirando a los ojos, como desafiándome a que encuentre en toda la ciudad un camarero tan gracioso como él.
      No me fío de las apariencias. Estoy seguro de que este hombre no está de tan buen humor como quiere darnos a entender. Su media sonrisa no consigue engañarme. Creo que no le divierte un pelo servir botellines de agua mineral a dos tipos maduros vestidos con chándales de distinto color y, por si eso fuese poco, hacerlo a unas horas en las que casi todos los demás clientes le piden un café con leche y un bollo.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Vladimir Nabokov

de Un lance de honor, evocado por Carlos


      El infausto día en que Antón Petróvich conoció a Berg existía sólo en teoría, porque no le había pegado en su memoria la etiqueta de una fecha y ya resultaba imposible identificar ese día. Grosso modo, sucedió el invierno pasado por Navidad, en 1926, Berg surgió de la no existencia, saludó con una inclinación de cabeza y se acomodó de nuevo en un sillón en lugar de en su no existencia anterior. Fue en casa de los Kurdyumov, que vivían en St Mark Strasse, donde Cristo dio las tres voces, en el barrio moabita de Berlín, creo. Los Kurdyumov seguían siendo los indigentes en que los había convertido la Revolución, mientras que Antón Petróvich y Berg, a pesar de ser también expatriados, habían conseguido hacerse algo más ricos. En esos días, cuando aparecía en el escaparate de alguna tienda de artículos para caballeros una docena de corbatas todas parecidas, de un color ahumado y luminoso —digamos, el de una nube en una puesta de sol—, junto con una docena de pañuelos en exactamente los mismos tonos, Antón Petróvich compraba tanto la corbata como el pañuelo de moda y cada mañana, camino del banco, tenía el placer de encontrarse con la misma corbata y el mismo pañuelo que llevaban dos o tres señores que también se dirigían con prisa a sus oficinas. En algún momento tuvo relaciones de negocios con Berg. Berg era indispensable, llamaba por teléfono cinco veces al día, empezó a frecuentar su casa y contaba chistes interminables: caray, cómo le gustaban los chistes. La primera vez que fue a su casa, Tanya, la mujer de Antón Petróvich, opinó que parecía inglés y que era muy divertido. «Hola, Antón», bramaba Berg, y se abalanzaba sobre la mano de Antón con los dedos extendidos (como hacen los rusos) y se la estrechaba vigorosamente. Berg era ancho de hombros, fornido, iba bien afeitado y le gustaba pensar de sí mismo que era como un ángel atlético. En cierta ocasión le mostró a Antón Petróvich un viejo cuadernito negro. Todas las páginas estaban llenas de cruces, quinientas veintitrés en total exactamente. «Un recuerdo de la guerra civil en Crimea», dijo Berg con una leve sonrisa, y añadió con toda tranquilidad: «Por supuesto, sólo conté los rojos que maté en el acto.» El hecho de que Berg fuera un ex soldado de caballería y hubiera luchado a las órdenes del general Denikin despertaba la envidia de Antón Petróvich, y no podía soportar que Berg hablara delante de Tanya de incursiones de reconocimiento y ataques a medianoche. En cuanto a Antón Petróvich, era paticorto y más bien rechoncho y llevaba un monóculo que, en sus ratos libres, cuando no estaba enroscado en la cuenca de su ojo, pendía de una cinta negra y estrecha, y cuando Antón Petróvich se repantingaba en una poltrona, relucía como un ojo tonto en su vientre. Un furúnculo extirpado dos años antes le había dejado una cicatriz en la mejilla izquierda. Esa cicatriz, lo mismo que su bigote tosco y desmochado y su gruesa nariz rusa, se crispaba de tensión cada vez que Antón Petróvich se enroscaba el monóculo. «Deja de hacer caras», solía decirle Berg. «Una más fea no vas a encontrar».
      En sus vasos flotaba un ligero vapor sobre el té; a un éclair de chocolate medio despachurrado en un plato se le había salido el relleno cremoso; Tanya, con los codos desnudos apoyados en la mesa y la barbilla en los dedos entrelazados, miraba cómo se elevaba el humo de su cigarrillo, y Berg estaba tratando de convencerla de que debía llevar el pelo corto, de que todas las mujeres, desde tiempos inmemoriales, lo habían llevado así, de que la Venus de Milo llevaba el pelo corto, mientras que Antón Petróvich se oponía con argumentos acalorados y Tanya se limitaba a encogerse de hombros y a tirar la ceniza de su cigarrillo dando un golpecito con la uña.
      Y de pronto todo llegó a su fin. Un miércoles a finales de Julio Antón Petróvich se marchó a Kassel por razones de trabajo y desde allí le mandó un telegrama a su mujer diciendo que regresaría el viernes. El viernes vio que tenía que quedarse una semana más por lo menos y envió otro telegrama. Sin embargo, al día siguiente la operación que había ido a hacer se vino abajo y, sin preocuparse de mandar un tercer telegrama, Antón Petróvich regresó a Berlín. Llegó a eso de las diez, cansado y nada satisfecho de su viaje. Desde la calle vio que había luz en las ventanas de su dormitorio, hecho que le transmitía la información consoladora de que su mujer estaba en casa. Subió hasta el quinto piso, abrió la puerta de triple cerradura haciendo girar la llave tres veces y entró. Al atravesar el vestíbulo oyó el sonido regular del agua que salía del grifo en el cuarto de baño. «Sonrosada y húmeda», pensó Antón Petróvich con tierna expectación, y llevó el maletín al dormitorio. En el dormitorio estaba Berg, de pie ante el espejo del ropero, poniéndose la corbata.
      Antón Petróvich depositó maquinalmente su maletín en el suelo sin dejar de mirar a Berg, el cual alzó hacia un lado el rostro impasible, tiró de un trozo de su vistosa corbata y lo pasó por el nudo.
      —Sobre todo no te excites— dijo Berg, apretándose cuidadosamente el nudo—. Por favor, no te excites. Quédate completamente tranquilo.
      Tengo que hacer algo, pensó Antón Petróvich, pero ¿qué? Las piernas le empezaron a temblar, sintió que ya no tenía piernas, sólo ese temblor frío y doloroso. Haz algo pronto… Empezó a sacarse un guante. El guante era nuevo y le estaba muy ceñido. Antón Petróvich no hacía más que menear la cabeza y murmurar maquinalmente «Márchate inmediatamente. Esto es horrible. Márchate…».
      —Me voy, me voy, Antón —dijo Berg cuadrando los anchos hombros mientras se ponía la chaqueta sin prisas.
      «Si le pego, él también me va a pegar», pensó Antón Petróvich como una ráfaga. Logró sacarse el guante con un tirón final y se lo arrojó torpemente a Berg. El guante dio contra la pared y fue a caer en la jarra del lavabo.
      —Buen tiro —dijo Berg.
      Agarro su sombrero y su bastón y se dirigió a la puerta pasando por delante de Antón Petróvich.
      —A pesar de todo, vas a tener que venir a abrirme —dijo—. La puerta de la calle está cerrada con llave.

sábado, 16 de agosto de 2008

Tomás Eloy Martínez

sobre El cuento, evocado por Tere

Gracias, Pilar, por el fragmento. De paso, les dejo otras palabras de Tomás Eloy Martínez, aquí hablando sobre el libro.
Imperdible, creo.
Es más que un fragmento, pero no me atreví a quitarle nada. Es el discurso inaugural que hizo Tomás Eloy Martínez en la Feria Internacional del Libro, abril de 2006


"Antes aun de que aprendiera a leer, cuando me esforzaba por desentrañar el significado que ocultaban las formas de las letras, le formulé a mi padre una pregunta que él me repitió poco antes de morir, porque en su momento no la supo contestar, como yo tampoco sabría hacerlo ahora: ¿somos nosotros quienes creamos las palabras que nombran las cosas de la realidad o las cosas nacen de las palabras que las nombran?
Los filósofos y semiólogos han respondido de muchas maneras a esa cuestión que acabo de formular tan torpemente como en la infancia, pero la duda nunca dejó de estar ahí. Sé –al menos, eso sé– que avanzamos en la selva de lo desconocido asociando palabras. Leemos para imaginar. Leemos para aprender cómo es la respiración del mundo. Y, a veces, también leemos para descubrir que el mundo no respira como imaginábamos, sino de otra manera. Todo y todos somos, a cada instante, otros. Si no supiéramos leer, tampoco sabríamos pensar.
Escribir viene después. La escritura es la envidia sana de la lectura o, más bien, el deseo de prolongar la lectura indefinidamente. Alguna vez he contado que escribí mi primer relato a los nueve o diez años, para salvarme de la prohibición de leer que mis padres me impusieron como castigo durante un mes por un delito de desobediencia. Pero aquello que escribí era sólo un resumen de lo que había leído, un magma en el que el mundo no era como era, sino como a mí me parecía que debía ser. Tiempo después, leyendo a Walter Benjamin, aprendí que hay cierta ansiedad en todo narrador por ser otro, por estar en otros: "Narrar no sólo es significativo porque nos permite asumir o dibujar un destino ajeno, que a la vez nos educa -dice Benjamin-. Es significativo porque ese destino ajeno, gracias a la fuerza de la llama que lo consume, nos transfiere el calor que jamás obtenemos de nuestro propio destino". En las ficciones somos lo que soñamos y lo que hemos vivido, y a veces somos también lo que no nos hemos atrevido a soñar y no nos hemos atrevido a vivir. Las ficciones son nuestra rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en un mundo que puede ser creado por segunda vez o que puede ser creado infinitamente dentro de nosotros.
El primer libro completo que leí en mi vida fue una colección de cuentos de los hermanos Grimm, de la editorial Molino, con unas ilustraciones que acentuaban el terror de aquellas historias melancólicas, en las que nada nunca se lograba por completo, ni la felicidad ni la derrota del mal. Más tarde, entre los siete y los nueve años, me convertí en un devoto sin remedio de las novelas de Alejandro Dumas y de Julio Verne. Cada vez que he tenido en la vida una situación de desesperanza -y vaya si las he tenido: enfermedades, exilio, pérdida de personas amadas-, volví a esos libros de la infancia para que me devolvieran la fe en que todo regresa, de una manera u otra: todo puede ser recuperado. Así, he releído por lo menos cuatro veces dos novelas de construcción perfecta, El conde de Montecristo y La reina Margot, a las que sigo buscándoles en vano los lunares de arquitectura que no tienen.
En la adolescencia, los bibliotecarios me parecían extensiones de Dios, herederos de un saber inagotable. Todas las mañanas iba en busca de libros a la biblioteca Sarmiento de Tucumán, cien metros al norte de la Casa de la Independencia, y mientras devolvía los préstamos del día anterior les pedía consejo sobre las lecturas siguientes. Gracias a ellos, alcancé, entre los once y los dieciocho años, el inolvidable conocimiento de Heródoto, de los diálogos de Platón; leí el Edipo rey de Sófocles, las seis grandes tragedias de Shakespeare, los poemas de Góngora y de Quevedo, las Novelas ejemplares de Cervantes y, por supuesto, el Quijote. Por las noches, nos bañábamos con mis amigos en las aguas purificadoras de la poesía más nueva. Atravesábamos como poseídos los mares de lágrimas de César Vallejo para subir después a las montañas de Neruda, o bajar hacia los valles de Rilke, de Mallarmé, de Baudelaire, de Cernuda, como si las voces del mundo fueran en verdad una sola voz inagotable. En el invierno de mis trece años me enfermé de una tuberculosis imaginaria por identificarme con los personajes de La montaña mágica, de Thomas Mann. Poco después, las ficciones de Faulkner me produjeron insomnios recurrentes. Uno de los visitantes de la biblioteca me recomendó entonces que leyera El proceso, de Franz Kafka, porque nadie podía, según me dijo, resistir el sopor del primer capítulo. El falso remedio agravó mi enfermedad. Apenas puse un pie dentro de Kafka, entré en un laberinto del que no he salido todavía, yendo de La metamorfosis a La condena y de El castillo a la Carta al padre. Y, por supuesto, en las orillas de esos sistemas solares estaba Borges, construyendo dentro de mí su propia galaxia.
Somos, así, los libros que hemos leído. O somos, de lo contrario, el vacío que la ausencia de libros ha abierto en nuestras vidas.
Todas las grandes culturas se han creado en torno de un libro sacramental: ya sea el Pentateuco, la Torah, los Evangelios, el Shu y el Yi de Confucio, el Buddhavacana canónico de los budistas, el Chilam Balam y el Popol Vuh de la América anterior a Colón. Algunas pocas naciones han tenido también la fortuna de ser proyectadas y organizadas por grandes hombres para los cuales el libro era un artículo de fe. Nuestra nación argentina es hija de ese privilegio. Desde mediados del siglo XIX, letrados como Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre, Dalmacio Vélez Sarsfield y Nicolás Avellaneda, entre tantos otros, pensaron con pasión en el país que querían para las generaciones sucesivas. Infinitas veces disintieron en los detalles y polemizaron con acritud, pero las prioridades del modelo argentino fueron, para todos, siempre las mismas: la salud, la educación, la igualdad ante la ley, la modernidad, la apertura de las puertas a la inmigración europea, que entonces era aluvional. Hacia 1850, Sarmiento inició una de las más admirables revoluciones pacíficas del siglo, un torbellino comparable a la marcha de la sal de Gandhi ochenta años más tarde. Lo que propuso Sarmiento fue crear otra vez el país, pero a partir del libro, apagar con civilización los fuegos de la pasada barbarie. "Para tener paz en la República Argentina -escribió- es necesario educar al pueblo en la verdadera democracia, darles a todos lo mismo, para que todos sean iguales." De ese principio nació la ley de educación común, gratuita, laica y obligatoria, que abriría en la Argentina las puertas a la movilidad social, permitiría la expansión de la clase media y sería la fuente de la grandeza que este país alcanzó antes de 1930. En esa tradición crecimos y nos educamos. Y por esa tradición seguimos creyendo, durante tanto tiempo, que el país sería siempre mejor.
Sarmiento puso su obstinación indomable en lograr la sanción de aquella ley. Tropezó durante décadas contra la oposición férrea de la Sociedad de Beneficencia, que regía la educación pública con fondos del Estado. Lo consiguió una década después de abandonar la presidencia de la República, en 1884. Tenía 73 años y le faltaban cuatro para morir. Una Feria del Libro estaba entonces más allá de los sueños de cualquiera de aquellos titanes. Ninguno de ellos habría estado ausente en una ceremonia que recuerda, año tras año, que está nación fue creada no por la espada sino por el libro: la civilización en el desierto infinito dejado por la barbarie.
América latina entera se miró durante décadas en el espejo de nuestros libros: en los que escribíamos y en los que publicábamos. Recuerdo cuánto le admiraba a Gabriel García Márquez, en el invierno de 1967, que las librerías de Buenos Aires estuvieran abiertas hasta altas horas de la noche y que las amas de casa regresaran de los mercados con libros que se compraban como artículos de primera necesidad, junto con las lechugas y el pan de los almuerzos. Dondequiera que fui después en América latina, me encontré con hombres y mujeres que debían su formación a los libros y revistas de la Argentina. Tanto en Barranquilla como en La Habana o en Guadalajara y en Panamá, los libreros ni siquiera tenían tiempo de deshacer los paquetes que les llegaban desde Buenos Aires, porque los lectores se precipitaban ansiosos sobre aquellos volúmenes que les iluminaban el mundo. Los tiempos son ahora otros, y la miseria ocupa en muchos hogares el lugar que tenía antes el conocimiento. Las batallas de estos tiempos de globalización no se libran ya para conquistar nuevos lectores o para crearlos, sino para que el mercado no los deseduque, para que los lectores no pierdan la costumbre de ver el libro como un modo de verse también a sí mismos. Junto con océanos de informaciones por procesar y de libros por leer, la globalización ha engendrado a la vez abismos de desigualdad que antes eran imposibles de imaginar, porque lo que se globaliza es el mercado, no las personas. Una quinta parte de la población del mundo sigue sin tener acceso a forma alguna de educación, y más de los tres quintos restantes no pueden comprar libros, porque la comida, la vivienda y la ropa están primero en la lista básica de las familias y, con frecuencia, lo que se gana ni siquiera alcanza para eso. Mil quinientos millones de personas carecen hoy de agua potable y más de mil millones viven hacinadas en casas miserables, indignas de la condición humana. Mil millones de personas no saben leer ni escribir. En la Argentina, la educación obligatoria de Sarmiento es ahora una utopía más inalcanzable de lo que era hace siglo y medio. Innumerables chicos siguen sin poder ir a la escuela porque tienen que ayudar a ganar el pan de sus padres, y los que van no lo hacen para aprender sino para comer, porque a muchos de ellos la escuela les ofrece la única comida del día.
Aun con recursos inferiores a los que harían falta, desde el Ministerio de Educación se ha emprendido ahora una campaña esperanzadora, tendiente a que cada niño tenga un libro. Sólo en 2005 se han invertido en esa campaña más de cien millones de pesos. Es apenas el comienzo, pero un comienzo mucho más luminoso que el páramo sin salida de las décadas anteriores, cuando, en vez de estimular la lectura, los libros se quemaban, ya fuera en las piras reales que se encendieron en algunos cuarteles, ya en las piras simbólicas de los años 90, cuando las bibliotecas fueron sustituidas por una larga fiesta analfabeta. Sería injusto no advertir la diferencia.
Lamento que una agenda colmada de compromisos (supongo) no le haya permitido al presidente de la República estar ahora con nosotros, porque si bien han llegado hasta aquí algunos miembros de su gabinete, hay muy pocos actos, cada año, en que la presencia del jefe del Estado es insustituible. El de hoy es uno de esos actos, porque así lo enseñan la tradición y el destino de los argentinos. Esta celebración del libro tiene que ver con la nación que fuimos, pero, sobre todo, con la nación que queremos volver a ser: una nación de iguales, en la que todos tengan el mismo derecho a educarse y a vivir dignamente. "Las escuelas son la democracia", escribió Sarmiento. Fuimos fundados por el libro, no por la espada: lo repito. Fueron los libros los que inspiraron a Moreno, a Belgrano, a Sarmiento. La espada desbrozó el camino, pero el libro creó el camino. Sin el libro, ¿hacia qué clase de nación estaríamos yendo? ¿Sobre qué valores estaríamos construyendo los años por venir?
Cuando el poder no lee, el poder no piensa. Las dictaduras militares se negaron a leer. Como los comandantes no leían, lo único que los afectaba era lo que oían. Y, por lo general, oían lo que querían. Con el poder iletrado, no hay diálogo posible: sólo obediencia y monosílabos. Después, durante los años en los que el país fue sometido a un voraz remate, el acto de pensar se volvió ineficaz e inútil. Para prosperar, ya no era preciso leer: es decir, no hacía falta pensar. Se impuso el hábito de la discusión frívola. En vez de debatir ideas, se debatían actos de viveza. ¡Cuánto nos ha costado salir de ese pantano en el que estábamos estancados, huérfanos del libro! ¡Cuánto puede costarnos todavía encontrar un proyecto de nación que nos una a todos! ¡Y qué difícil va a ser lograrlo si no entendemos, como tempranamente lo entendió Sarmiento, que educar al pueblo en la verdadera democracia es permitir que todos aprendan lo mismo para que, al menos en el caudal de oportunidades, todos sean iguales!
El libro regresa ahora a lo que era en sus orígenes: una voz común que vamos creando día tras día. El conocimiento humano ha ido avanzado desde las narraciones en las cavernas a las discusiones en el ágora, y desde los manuscritos de los monjes y de los cortesanos a los tipos móviles de Gutenberg, y desde allí otra vez al ágora en la que todos participamos, a través de construcciones colectivas en la Red, como Wikipedia, esa inacabable enciclopedia a la que todas las culturas entregan su aportes, a través de weblogs o de novelas y poemas que se componen a cien manos. Ahora, como en el pasado, estamos escribiendo entre todos el infinito libro de la especie humana. Pero el libro tal como lo conocemos, es decir, el objeto rectangular de cartón o tela o cuero, dentro del cual hay hojas de papel cubiertas de signos, perdurará y prevalecerá durante mucho tiempo todavía, porque siempre habrá alguien que prefiera una relación de intimidad con un autor de esa manera, a través de las páginas que van cobrando vida mientras se abren. Sea cual fuere la forma que asuma, "la inextinguible voz humana sigue hablando", tal como lo dijo William Faulkner en su discurso del premio Nobel. "La inextinguible voz humana no sólo perdurará, sino también prevalecerá, porque tiene un alma que se expresa en el libro, un espíritu capaz de compasión, y de sacrificio, y de persistencia."
El libro es como el agua. Se le imponen cerrojos y diques, pero siempre termina abriéndose paso. La adversidad parece fortalecerlo. Aun en los peores tiempos, las ideas que después se transformaron en palabras han soslayado las censuras y las mordazas para cantar cuatro verdades y seguir siendo incorruptibles e insumisas cuando a su alrededor todos callan, se someten y se corrompen. Ni el odio de los bárbaros ni la intolerancia de los injustos han podido destruir el libro, porque su memoria es también la memoria de la especie humana. He dicho ya que esta nación es hija del libro antes que hija de sus batallas. Es hija del mandato que Sarmiento dejó hace siglo y medio, "Las escuelas son la democracia", gracias al cual, aun en medio del infortunio, mantuvimos en alto la memoria de nuestra pasada dignidad y la certeza de que tarde o temprano íbamos a recuperarla. El libro nos ha salvado. Salvemos ahora nosotros al libro de la indiferencia de los que mandan, de la ceguera de los que creen que es posible vivir sin él, de la estupidez de los que imaginaron que acabarían con él quemándolo o prohibiéndolo. Salvemos al libro, porque en el libro ha estado siempre lo mejor de nosotros." Tomás Eloy Martínez, abril de 2006

Tomás Eloy Martínez

de El vuelo de la Reina, evocado por Pilar Dublé

Para los que creemos o queremos escribir erotismo, un fragmento de "El Vuelo de la reina" de Tomás Eloy Martínez:


Ya está. Parece acalorada. Se abre la bata, se ventila moviéndola como un abanico, y salta en busca de un disco. Todas las noches es igual. Prefiere la llagas de la música a las llamas del televisor. Se mira al espejo, se despereza con delicadeza. Y canta, ¿canta? alza los brazos con un gesto de triunfo y algo flamea en su lengua, melancolía del amor que la espera lejos, o sólo el vapor del sueño que está entrando en ella, lo estoy notando en sus ojos. ¿Se te caen, no?, ¿es el amor o son los ojos lo que se te cae? Ya voy, ya voy, espérame, déjate ir y espérame.

Ahora que ella es de nuevo presa de su mirada, que está indefensa al otro lado del telescopio, quiere sentir su olor. No necesita sino la llamada de su olor salvaje antes de de cruzar la calle, antes de saltar una vez más sobre la pareja sin techo y entrar por segunda vez en el cuarto, ahora para desnudarla y filmarla y descomponer las líneas de su cuerpo en infinitos fragmentos que luego rehará a voluntad en su televisor. La desvestirá y volverá a vestirla, lavará el cartón de jugo y lo tirará al la basura antes de marcharse. A la tarde siguiente llevará imágenes a la sala de vídeos de la casa de San Isidro, junto a la galería de geranios, y se quedará oyendo durante horas el vaivén de sus entrañas, el temblor eléctrico de esa respiración que odia y ama.

viernes, 25 de julio de 2008

Alberto Barrera Tyszka

Sobre "Historia de un encargo", de Gustavo Guerrero.

Alberto Barrera, premio Herralde 2006 y amigo de Pilar Dublé, escribe sobre el libro "Historia de un encargo", del autor Gustavo Herrero, donde se afirma que un tercer escritor, Marcos Pérez Jiménez, encargó en su día a Camilo José Cela escribir un libro (La Catira) que pretendía ser un modelo de venezolanidad.



Gustavo Guerrero no sólo ha escrito un libro magnífico sino también providencial, atento a la inquietud de los tiempos

Guillermo Cabrera Infante aseguraba que, en la antigua Atenas, Herodoto cargaba con la fama de ser "el rey del chisme". Más allá de la vocación maledicente del escritor cubano, a mí me resulta de lo más natural que al padre de la historia se le acuse de ser un chismoso trepidante. Ahí respira uno de los desafíos de cualquiera que desee asomarse seriamente al pasado: cómo manejar todas las versiones, las casi infinitas habladurías, de lo que supuestamente es –o debe ser– una sola historia. En la tradición de este reto se inscribe un libro que acaba de aparecer en nuestra librerías: Historia de un encargo... Su autor, Gustavo Guerrero, ha conseguido algo muy difícil en este país: ordenar un rumor. Organizar y darle sentido, por fin, a un viejísimo chisme nacional.

En la década de los cincuenta, el entonces joven autor español Camilo José Cela escribió una novela, bajo el encargo y el patrocinio del dictador Marcos Pérez Jiménez.

El libro se llamó La Catira y se trata, según apunta el ensayista, de "la novela más aparatosamente venezolanista que se haya escrito jamás". A partir de este cuento, Gustavo Guerrero se hunde en una investigación, que combina de manera extraordinaria el ensayo y el periodismo, la crónica literaria y el ansia detectivesca. No en balde, acaba de ganar, en España, el prestigioso Premio Anagrama de Ensayo.

La Historia de un encargo..., sin duda, desarrolla el mejor y más completo registro de lo que, hasta ahora, era una diáspora de documentos, datos, testimonios sueltos, correspondencias...sobre la aventura venezolana del Premio Nobel Camilo José Cela. Pero no se queda ahí. Gustavo Guerrero construye una mirada que busca ir más allá, incluso, de la escaramuza, de la polémica, del oportunismo del escritor gallego. El libro aprovecha, en todos sus aspectos, la experiencia editorial de La Catira para realizar una lectura cultural e ideológica del proyecto de la "hispanidad", de la relación entre dos proyectos autoritarios que buscaban – cada quien a su manera y desde sus propios intereses– imponer un particular consenso cultural.

Antes de leer el libro, yo especulaba sobre su pertinencia, pensando sobre todo en las relaciones entre los escritores y el poder. El caso de Cela y su relación impúdica con las dictaduras de Francisco Franco y de Marcos Pérez Jiménez aparecía ante mis ojos como una posibilidad para reflexionar y dibujar preguntas: cuándo, cómo y por qué un escritor pone su talento al servicio de una causa, somete su creatividad personal a los objetivos de una misión extra literaria.

Después de leer el libro, entendí que la inteligencia ensayística de Gustavo Guerrero había sabido aprovecharse de este primer suspenso para ir también hacia preguntas todavía más hondas, hacia las dudas que aún nos rondan alrededor de temas como "identidad", "nacionalidad", "venezolanidad"... Guerrero quiere llevarnos al interior de esa novela, donde de pronto se juntaron el nacionalismo perezjimenista y el ideal hispánico franquista, con la intención de postular, a partir de la certeza de una lengua común, un artefacto inverosímil, una imagen de país donde todos debíamos identificarnos, reconocernos.

Una de las maravillas de este libro es, justamente, su capacidad de hablar de nosotros, de nuestro tiempo, sin nombrarnos directamente.

La pretensión –deliberada o no– de borrar cualquier alteridad con un discurso epopéyico y emocional tiene mucho que ver con el presente, con lo que somos hoy día. Cuando Gustavo Guerrero investiga el empeño de Laureano Vallenilla Lanz (padre) por definir la llaneridad como mito fundacional de Venezuela, pareciera que está reflexionando sobre nuestra propia experiencia actual, pareciera que estamos leyendo un lúcido ensayo sobre la construcción de otro nuevo consenso, de otro nuevo "ideal nacional", menos hispánico tal vez, más bolivariano, probablemente, pero con las mismas pulsiones totalizadoras, con la misma tentación de ser un himno.

Gustavo Guerrero no sólo ha escrito un libro magnífico sino también providencial, atento a la inquietud de los tiempos. Tal vez, ahora, muchas otras "catiras" vengan de regreso, deseando convertirse en un nuevo consenso cultural, en imágenes de una nueva venezolanidad. Es la mayúscula del poder tendiéndose sobre la diversidad.

Y frente a eso vale la pena recordar unas frases de otro escritor cubano, Gustavo Pérez Firmat, cuando dice: "La latinidad es un escenario donde Jennifer López malamente baila un mambo que no lo es.

Por eso cuando me dice latino, respondo la tuya".