lunes, 27 de octubre de 2008

Javier Tomeo

La Soledad de los Pirómanos, evocado por Carlos

El mundo tan particular de Tomeo: un personaje-narrador solitario, urbano, medio majareta; un hombre que habla con refranes y frases hechas, y que todo lo ha aprendido de la televisión.





      Seguramente en estos momentos está pensando en los vikingos. Ha oído campanas, pero no sabe dónde. Hace un par de semanas salió por el Canal Veinte un explorador noruego que dijo que América la habían descubierto como quien dice sus abuelos.
      Me parece una estupidez defender semejantes teorías. Bastante tenían aquellos tíos con sus cornamentas. Le aconsejo que se deje ahora de vikingos y de vikingas, porque nadie puede presumir de haber descubierto una cosa que no estaba buscando y le exijo que se defina de una vez y me diga si le parece bien que hayan puesto a Colón señalando las costas africanas.
      No dice ni que sí ni que no y monta una pierna encima de la otra. Nunca se había atrevido a sentarse de esa forma en mi presencia. Se queda un rato callado y por fin reconoce que Cristóbal Colón y América le importan tanto como lo que se ha encontrado hoy. Le pregunto que qué ha encontrado y dice que nada.
      —Pues eso me parece mal —le digo—, porque gracias al señor Colón puedes comerte ahora un buen plato de patatas guisadas. Fue él quien trajo las patatas de América. ¿Y los tomates? ¿Qué me dices de los tomates? ¿Y los cigarros puros?
      No sabe qué responder y no insisto. Prefiero archivar este asunto y pasar a otro tema. Ya llegará el momento de aclarar la situación y pedirle que me explique por qué está tan raro.
      Le pido al camarero otra botella de agua y levanto la mirada al cielo para ver qué tal siguen las cosas por ahí arriba. Las nubes continúan sin aparecer, pero por encima del barrio de B empieza a elevarse una espesa columna de humo.
      —Allí se está quemando algo —le señalo a Ramón.
      No me importa admitir mi error y reconocer que los bomberos no fueron al barrio de B para liberar un gato travieso, sino para sofocar un incendio con todas las de la ley. Ramón, por lo tanto, tenía más razón que un santo. Continúo señalándole la humareda con el índice, tal como hace Colón con las costas africanas, y se queda un buen rato contemplando con aire de entendido, es decir, como si lo suyo fuese opinar a propósito de llamas y humos.
      Al cabo de un buen rato sacude varias veces la cabeza y opina que no cree que el fuego se extienda por el barrio. Le pregunto que cómo puede estar tan seguro, y responde que hoy en día los bomberos tienen unas mangueras muy largas que llegan a todas partes.
      —¡Jo, jo, jo! —se ríe.
      Su insolencia aumenta por momentos. Cualquiera puede adivinar lo que ha querido decir al hablar de mangueras.
      —¡Ja, ja, ja! —me río también yo, para que no piense que me doy por aludido.
      El camarero se acerca el botellín de agua a la boca y por un momento pienso que va a arrancar la chapa con los dientes. Sólo es un farol. Al final utiliza el abridor que le cuelga del cinto y se me queda mirando a los ojos, como desafiándome a que encuentre en toda la ciudad un camarero tan gracioso como él.
      No me fío de las apariencias. Estoy seguro de que este hombre no está de tan buen humor como quiere darnos a entender. Su media sonrisa no consigue engañarme. Creo que no le divierte un pelo servir botellines de agua mineral a dos tipos maduros vestidos con chándales de distinto color y, por si eso fuese poco, hacerlo a unas horas en las que casi todos los demás clientes le piden un café con leche y un bollo.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Vladimir Nabokov

de Un lance de honor, evocado por Carlos


      El infausto día en que Antón Petróvich conoció a Berg existía sólo en teoría, porque no le había pegado en su memoria la etiqueta de una fecha y ya resultaba imposible identificar ese día. Grosso modo, sucedió el invierno pasado por Navidad, en 1926, Berg surgió de la no existencia, saludó con una inclinación de cabeza y se acomodó de nuevo en un sillón en lugar de en su no existencia anterior. Fue en casa de los Kurdyumov, que vivían en St Mark Strasse, donde Cristo dio las tres voces, en el barrio moabita de Berlín, creo. Los Kurdyumov seguían siendo los indigentes en que los había convertido la Revolución, mientras que Antón Petróvich y Berg, a pesar de ser también expatriados, habían conseguido hacerse algo más ricos. En esos días, cuando aparecía en el escaparate de alguna tienda de artículos para caballeros una docena de corbatas todas parecidas, de un color ahumado y luminoso —digamos, el de una nube en una puesta de sol—, junto con una docena de pañuelos en exactamente los mismos tonos, Antón Petróvich compraba tanto la corbata como el pañuelo de moda y cada mañana, camino del banco, tenía el placer de encontrarse con la misma corbata y el mismo pañuelo que llevaban dos o tres señores que también se dirigían con prisa a sus oficinas. En algún momento tuvo relaciones de negocios con Berg. Berg era indispensable, llamaba por teléfono cinco veces al día, empezó a frecuentar su casa y contaba chistes interminables: caray, cómo le gustaban los chistes. La primera vez que fue a su casa, Tanya, la mujer de Antón Petróvich, opinó que parecía inglés y que era muy divertido. «Hola, Antón», bramaba Berg, y se abalanzaba sobre la mano de Antón con los dedos extendidos (como hacen los rusos) y se la estrechaba vigorosamente. Berg era ancho de hombros, fornido, iba bien afeitado y le gustaba pensar de sí mismo que era como un ángel atlético. En cierta ocasión le mostró a Antón Petróvich un viejo cuadernito negro. Todas las páginas estaban llenas de cruces, quinientas veintitrés en total exactamente. «Un recuerdo de la guerra civil en Crimea», dijo Berg con una leve sonrisa, y añadió con toda tranquilidad: «Por supuesto, sólo conté los rojos que maté en el acto.» El hecho de que Berg fuera un ex soldado de caballería y hubiera luchado a las órdenes del general Denikin despertaba la envidia de Antón Petróvich, y no podía soportar que Berg hablara delante de Tanya de incursiones de reconocimiento y ataques a medianoche. En cuanto a Antón Petróvich, era paticorto y más bien rechoncho y llevaba un monóculo que, en sus ratos libres, cuando no estaba enroscado en la cuenca de su ojo, pendía de una cinta negra y estrecha, y cuando Antón Petróvich se repantingaba en una poltrona, relucía como un ojo tonto en su vientre. Un furúnculo extirpado dos años antes le había dejado una cicatriz en la mejilla izquierda. Esa cicatriz, lo mismo que su bigote tosco y desmochado y su gruesa nariz rusa, se crispaba de tensión cada vez que Antón Petróvich se enroscaba el monóculo. «Deja de hacer caras», solía decirle Berg. «Una más fea no vas a encontrar».
      En sus vasos flotaba un ligero vapor sobre el té; a un éclair de chocolate medio despachurrado en un plato se le había salido el relleno cremoso; Tanya, con los codos desnudos apoyados en la mesa y la barbilla en los dedos entrelazados, miraba cómo se elevaba el humo de su cigarrillo, y Berg estaba tratando de convencerla de que debía llevar el pelo corto, de que todas las mujeres, desde tiempos inmemoriales, lo habían llevado así, de que la Venus de Milo llevaba el pelo corto, mientras que Antón Petróvich se oponía con argumentos acalorados y Tanya se limitaba a encogerse de hombros y a tirar la ceniza de su cigarrillo dando un golpecito con la uña.
      Y de pronto todo llegó a su fin. Un miércoles a finales de Julio Antón Petróvich se marchó a Kassel por razones de trabajo y desde allí le mandó un telegrama a su mujer diciendo que regresaría el viernes. El viernes vio que tenía que quedarse una semana más por lo menos y envió otro telegrama. Sin embargo, al día siguiente la operación que había ido a hacer se vino abajo y, sin preocuparse de mandar un tercer telegrama, Antón Petróvich regresó a Berlín. Llegó a eso de las diez, cansado y nada satisfecho de su viaje. Desde la calle vio que había luz en las ventanas de su dormitorio, hecho que le transmitía la información consoladora de que su mujer estaba en casa. Subió hasta el quinto piso, abrió la puerta de triple cerradura haciendo girar la llave tres veces y entró. Al atravesar el vestíbulo oyó el sonido regular del agua que salía del grifo en el cuarto de baño. «Sonrosada y húmeda», pensó Antón Petróvich con tierna expectación, y llevó el maletín al dormitorio. En el dormitorio estaba Berg, de pie ante el espejo del ropero, poniéndose la corbata.
      Antón Petróvich depositó maquinalmente su maletín en el suelo sin dejar de mirar a Berg, el cual alzó hacia un lado el rostro impasible, tiró de un trozo de su vistosa corbata y lo pasó por el nudo.
      —Sobre todo no te excites— dijo Berg, apretándose cuidadosamente el nudo—. Por favor, no te excites. Quédate completamente tranquilo.
      Tengo que hacer algo, pensó Antón Petróvich, pero ¿qué? Las piernas le empezaron a temblar, sintió que ya no tenía piernas, sólo ese temblor frío y doloroso. Haz algo pronto… Empezó a sacarse un guante. El guante era nuevo y le estaba muy ceñido. Antón Petróvich no hacía más que menear la cabeza y murmurar maquinalmente «Márchate inmediatamente. Esto es horrible. Márchate…».
      —Me voy, me voy, Antón —dijo Berg cuadrando los anchos hombros mientras se ponía la chaqueta sin prisas.
      «Si le pego, él también me va a pegar», pensó Antón Petróvich como una ráfaga. Logró sacarse el guante con un tirón final y se lo arrojó torpemente a Berg. El guante dio contra la pared y fue a caer en la jarra del lavabo.
      —Buen tiro —dijo Berg.
      Agarro su sombrero y su bastón y se dirigió a la puerta pasando por delante de Antón Petróvich.
      —A pesar de todo, vas a tener que venir a abrirme —dijo—. La puerta de la calle está cerrada con llave.

sábado, 16 de agosto de 2008

Tomás Eloy Martínez

sobre El cuento, evocado por Tere

Gracias, Pilar, por el fragmento. De paso, les dejo otras palabras de Tomás Eloy Martínez, aquí hablando sobre el libro.
Imperdible, creo.
Es más que un fragmento, pero no me atreví a quitarle nada. Es el discurso inaugural que hizo Tomás Eloy Martínez en la Feria Internacional del Libro, abril de 2006


"Antes aun de que aprendiera a leer, cuando me esforzaba por desentrañar el significado que ocultaban las formas de las letras, le formulé a mi padre una pregunta que él me repitió poco antes de morir, porque en su momento no la supo contestar, como yo tampoco sabría hacerlo ahora: ¿somos nosotros quienes creamos las palabras que nombran las cosas de la realidad o las cosas nacen de las palabras que las nombran?
Los filósofos y semiólogos han respondido de muchas maneras a esa cuestión que acabo de formular tan torpemente como en la infancia, pero la duda nunca dejó de estar ahí. Sé –al menos, eso sé– que avanzamos en la selva de lo desconocido asociando palabras. Leemos para imaginar. Leemos para aprender cómo es la respiración del mundo. Y, a veces, también leemos para descubrir que el mundo no respira como imaginábamos, sino de otra manera. Todo y todos somos, a cada instante, otros. Si no supiéramos leer, tampoco sabríamos pensar.
Escribir viene después. La escritura es la envidia sana de la lectura o, más bien, el deseo de prolongar la lectura indefinidamente. Alguna vez he contado que escribí mi primer relato a los nueve o diez años, para salvarme de la prohibición de leer que mis padres me impusieron como castigo durante un mes por un delito de desobediencia. Pero aquello que escribí era sólo un resumen de lo que había leído, un magma en el que el mundo no era como era, sino como a mí me parecía que debía ser. Tiempo después, leyendo a Walter Benjamin, aprendí que hay cierta ansiedad en todo narrador por ser otro, por estar en otros: "Narrar no sólo es significativo porque nos permite asumir o dibujar un destino ajeno, que a la vez nos educa -dice Benjamin-. Es significativo porque ese destino ajeno, gracias a la fuerza de la llama que lo consume, nos transfiere el calor que jamás obtenemos de nuestro propio destino". En las ficciones somos lo que soñamos y lo que hemos vivido, y a veces somos también lo que no nos hemos atrevido a soñar y no nos hemos atrevido a vivir. Las ficciones son nuestra rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en un mundo que puede ser creado por segunda vez o que puede ser creado infinitamente dentro de nosotros.
El primer libro completo que leí en mi vida fue una colección de cuentos de los hermanos Grimm, de la editorial Molino, con unas ilustraciones que acentuaban el terror de aquellas historias melancólicas, en las que nada nunca se lograba por completo, ni la felicidad ni la derrota del mal. Más tarde, entre los siete y los nueve años, me convertí en un devoto sin remedio de las novelas de Alejandro Dumas y de Julio Verne. Cada vez que he tenido en la vida una situación de desesperanza -y vaya si las he tenido: enfermedades, exilio, pérdida de personas amadas-, volví a esos libros de la infancia para que me devolvieran la fe en que todo regresa, de una manera u otra: todo puede ser recuperado. Así, he releído por lo menos cuatro veces dos novelas de construcción perfecta, El conde de Montecristo y La reina Margot, a las que sigo buscándoles en vano los lunares de arquitectura que no tienen.
En la adolescencia, los bibliotecarios me parecían extensiones de Dios, herederos de un saber inagotable. Todas las mañanas iba en busca de libros a la biblioteca Sarmiento de Tucumán, cien metros al norte de la Casa de la Independencia, y mientras devolvía los préstamos del día anterior les pedía consejo sobre las lecturas siguientes. Gracias a ellos, alcancé, entre los once y los dieciocho años, el inolvidable conocimiento de Heródoto, de los diálogos de Platón; leí el Edipo rey de Sófocles, las seis grandes tragedias de Shakespeare, los poemas de Góngora y de Quevedo, las Novelas ejemplares de Cervantes y, por supuesto, el Quijote. Por las noches, nos bañábamos con mis amigos en las aguas purificadoras de la poesía más nueva. Atravesábamos como poseídos los mares de lágrimas de César Vallejo para subir después a las montañas de Neruda, o bajar hacia los valles de Rilke, de Mallarmé, de Baudelaire, de Cernuda, como si las voces del mundo fueran en verdad una sola voz inagotable. En el invierno de mis trece años me enfermé de una tuberculosis imaginaria por identificarme con los personajes de La montaña mágica, de Thomas Mann. Poco después, las ficciones de Faulkner me produjeron insomnios recurrentes. Uno de los visitantes de la biblioteca me recomendó entonces que leyera El proceso, de Franz Kafka, porque nadie podía, según me dijo, resistir el sopor del primer capítulo. El falso remedio agravó mi enfermedad. Apenas puse un pie dentro de Kafka, entré en un laberinto del que no he salido todavía, yendo de La metamorfosis a La condena y de El castillo a la Carta al padre. Y, por supuesto, en las orillas de esos sistemas solares estaba Borges, construyendo dentro de mí su propia galaxia.
Somos, así, los libros que hemos leído. O somos, de lo contrario, el vacío que la ausencia de libros ha abierto en nuestras vidas.
Todas las grandes culturas se han creado en torno de un libro sacramental: ya sea el Pentateuco, la Torah, los Evangelios, el Shu y el Yi de Confucio, el Buddhavacana canónico de los budistas, el Chilam Balam y el Popol Vuh de la América anterior a Colón. Algunas pocas naciones han tenido también la fortuna de ser proyectadas y organizadas por grandes hombres para los cuales el libro era un artículo de fe. Nuestra nación argentina es hija de ese privilegio. Desde mediados del siglo XIX, letrados como Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre, Dalmacio Vélez Sarsfield y Nicolás Avellaneda, entre tantos otros, pensaron con pasión en el país que querían para las generaciones sucesivas. Infinitas veces disintieron en los detalles y polemizaron con acritud, pero las prioridades del modelo argentino fueron, para todos, siempre las mismas: la salud, la educación, la igualdad ante la ley, la modernidad, la apertura de las puertas a la inmigración europea, que entonces era aluvional. Hacia 1850, Sarmiento inició una de las más admirables revoluciones pacíficas del siglo, un torbellino comparable a la marcha de la sal de Gandhi ochenta años más tarde. Lo que propuso Sarmiento fue crear otra vez el país, pero a partir del libro, apagar con civilización los fuegos de la pasada barbarie. "Para tener paz en la República Argentina -escribió- es necesario educar al pueblo en la verdadera democracia, darles a todos lo mismo, para que todos sean iguales." De ese principio nació la ley de educación común, gratuita, laica y obligatoria, que abriría en la Argentina las puertas a la movilidad social, permitiría la expansión de la clase media y sería la fuente de la grandeza que este país alcanzó antes de 1930. En esa tradición crecimos y nos educamos. Y por esa tradición seguimos creyendo, durante tanto tiempo, que el país sería siempre mejor.
Sarmiento puso su obstinación indomable en lograr la sanción de aquella ley. Tropezó durante décadas contra la oposición férrea de la Sociedad de Beneficencia, que regía la educación pública con fondos del Estado. Lo consiguió una década después de abandonar la presidencia de la República, en 1884. Tenía 73 años y le faltaban cuatro para morir. Una Feria del Libro estaba entonces más allá de los sueños de cualquiera de aquellos titanes. Ninguno de ellos habría estado ausente en una ceremonia que recuerda, año tras año, que está nación fue creada no por la espada sino por el libro: la civilización en el desierto infinito dejado por la barbarie.
América latina entera se miró durante décadas en el espejo de nuestros libros: en los que escribíamos y en los que publicábamos. Recuerdo cuánto le admiraba a Gabriel García Márquez, en el invierno de 1967, que las librerías de Buenos Aires estuvieran abiertas hasta altas horas de la noche y que las amas de casa regresaran de los mercados con libros que se compraban como artículos de primera necesidad, junto con las lechugas y el pan de los almuerzos. Dondequiera que fui después en América latina, me encontré con hombres y mujeres que debían su formación a los libros y revistas de la Argentina. Tanto en Barranquilla como en La Habana o en Guadalajara y en Panamá, los libreros ni siquiera tenían tiempo de deshacer los paquetes que les llegaban desde Buenos Aires, porque los lectores se precipitaban ansiosos sobre aquellos volúmenes que les iluminaban el mundo. Los tiempos son ahora otros, y la miseria ocupa en muchos hogares el lugar que tenía antes el conocimiento. Las batallas de estos tiempos de globalización no se libran ya para conquistar nuevos lectores o para crearlos, sino para que el mercado no los deseduque, para que los lectores no pierdan la costumbre de ver el libro como un modo de verse también a sí mismos. Junto con océanos de informaciones por procesar y de libros por leer, la globalización ha engendrado a la vez abismos de desigualdad que antes eran imposibles de imaginar, porque lo que se globaliza es el mercado, no las personas. Una quinta parte de la población del mundo sigue sin tener acceso a forma alguna de educación, y más de los tres quintos restantes no pueden comprar libros, porque la comida, la vivienda y la ropa están primero en la lista básica de las familias y, con frecuencia, lo que se gana ni siquiera alcanza para eso. Mil quinientos millones de personas carecen hoy de agua potable y más de mil millones viven hacinadas en casas miserables, indignas de la condición humana. Mil millones de personas no saben leer ni escribir. En la Argentina, la educación obligatoria de Sarmiento es ahora una utopía más inalcanzable de lo que era hace siglo y medio. Innumerables chicos siguen sin poder ir a la escuela porque tienen que ayudar a ganar el pan de sus padres, y los que van no lo hacen para aprender sino para comer, porque a muchos de ellos la escuela les ofrece la única comida del día.
Aun con recursos inferiores a los que harían falta, desde el Ministerio de Educación se ha emprendido ahora una campaña esperanzadora, tendiente a que cada niño tenga un libro. Sólo en 2005 se han invertido en esa campaña más de cien millones de pesos. Es apenas el comienzo, pero un comienzo mucho más luminoso que el páramo sin salida de las décadas anteriores, cuando, en vez de estimular la lectura, los libros se quemaban, ya fuera en las piras reales que se encendieron en algunos cuarteles, ya en las piras simbólicas de los años 90, cuando las bibliotecas fueron sustituidas por una larga fiesta analfabeta. Sería injusto no advertir la diferencia.
Lamento que una agenda colmada de compromisos (supongo) no le haya permitido al presidente de la República estar ahora con nosotros, porque si bien han llegado hasta aquí algunos miembros de su gabinete, hay muy pocos actos, cada año, en que la presencia del jefe del Estado es insustituible. El de hoy es uno de esos actos, porque así lo enseñan la tradición y el destino de los argentinos. Esta celebración del libro tiene que ver con la nación que fuimos, pero, sobre todo, con la nación que queremos volver a ser: una nación de iguales, en la que todos tengan el mismo derecho a educarse y a vivir dignamente. "Las escuelas son la democracia", escribió Sarmiento. Fuimos fundados por el libro, no por la espada: lo repito. Fueron los libros los que inspiraron a Moreno, a Belgrano, a Sarmiento. La espada desbrozó el camino, pero el libro creó el camino. Sin el libro, ¿hacia qué clase de nación estaríamos yendo? ¿Sobre qué valores estaríamos construyendo los años por venir?
Cuando el poder no lee, el poder no piensa. Las dictaduras militares se negaron a leer. Como los comandantes no leían, lo único que los afectaba era lo que oían. Y, por lo general, oían lo que querían. Con el poder iletrado, no hay diálogo posible: sólo obediencia y monosílabos. Después, durante los años en los que el país fue sometido a un voraz remate, el acto de pensar se volvió ineficaz e inútil. Para prosperar, ya no era preciso leer: es decir, no hacía falta pensar. Se impuso el hábito de la discusión frívola. En vez de debatir ideas, se debatían actos de viveza. ¡Cuánto nos ha costado salir de ese pantano en el que estábamos estancados, huérfanos del libro! ¡Cuánto puede costarnos todavía encontrar un proyecto de nación que nos una a todos! ¡Y qué difícil va a ser lograrlo si no entendemos, como tempranamente lo entendió Sarmiento, que educar al pueblo en la verdadera democracia es permitir que todos aprendan lo mismo para que, al menos en el caudal de oportunidades, todos sean iguales!
El libro regresa ahora a lo que era en sus orígenes: una voz común que vamos creando día tras día. El conocimiento humano ha ido avanzado desde las narraciones en las cavernas a las discusiones en el ágora, y desde los manuscritos de los monjes y de los cortesanos a los tipos móviles de Gutenberg, y desde allí otra vez al ágora en la que todos participamos, a través de construcciones colectivas en la Red, como Wikipedia, esa inacabable enciclopedia a la que todas las culturas entregan su aportes, a través de weblogs o de novelas y poemas que se componen a cien manos. Ahora, como en el pasado, estamos escribiendo entre todos el infinito libro de la especie humana. Pero el libro tal como lo conocemos, es decir, el objeto rectangular de cartón o tela o cuero, dentro del cual hay hojas de papel cubiertas de signos, perdurará y prevalecerá durante mucho tiempo todavía, porque siempre habrá alguien que prefiera una relación de intimidad con un autor de esa manera, a través de las páginas que van cobrando vida mientras se abren. Sea cual fuere la forma que asuma, "la inextinguible voz humana sigue hablando", tal como lo dijo William Faulkner en su discurso del premio Nobel. "La inextinguible voz humana no sólo perdurará, sino también prevalecerá, porque tiene un alma que se expresa en el libro, un espíritu capaz de compasión, y de sacrificio, y de persistencia."
El libro es como el agua. Se le imponen cerrojos y diques, pero siempre termina abriéndose paso. La adversidad parece fortalecerlo. Aun en los peores tiempos, las ideas que después se transformaron en palabras han soslayado las censuras y las mordazas para cantar cuatro verdades y seguir siendo incorruptibles e insumisas cuando a su alrededor todos callan, se someten y se corrompen. Ni el odio de los bárbaros ni la intolerancia de los injustos han podido destruir el libro, porque su memoria es también la memoria de la especie humana. He dicho ya que esta nación es hija del libro antes que hija de sus batallas. Es hija del mandato que Sarmiento dejó hace siglo y medio, "Las escuelas son la democracia", gracias al cual, aun en medio del infortunio, mantuvimos en alto la memoria de nuestra pasada dignidad y la certeza de que tarde o temprano íbamos a recuperarla. El libro nos ha salvado. Salvemos ahora nosotros al libro de la indiferencia de los que mandan, de la ceguera de los que creen que es posible vivir sin él, de la estupidez de los que imaginaron que acabarían con él quemándolo o prohibiéndolo. Salvemos al libro, porque en el libro ha estado siempre lo mejor de nosotros." Tomás Eloy Martínez, abril de 2006

Tomás Eloy Martínez

de El vuelo de la Reina, evocado por Pilar Dublé

Para los que creemos o queremos escribir erotismo, un fragmento de "El Vuelo de la reina" de Tomás Eloy Martínez:


Ya está. Parece acalorada. Se abre la bata, se ventila moviéndola como un abanico, y salta en busca de un disco. Todas las noches es igual. Prefiere la llagas de la música a las llamas del televisor. Se mira al espejo, se despereza con delicadeza. Y canta, ¿canta? alza los brazos con un gesto de triunfo y algo flamea en su lengua, melancolía del amor que la espera lejos, o sólo el vapor del sueño que está entrando en ella, lo estoy notando en sus ojos. ¿Se te caen, no?, ¿es el amor o son los ojos lo que se te cae? Ya voy, ya voy, espérame, déjate ir y espérame.

Ahora que ella es de nuevo presa de su mirada, que está indefensa al otro lado del telescopio, quiere sentir su olor. No necesita sino la llamada de su olor salvaje antes de de cruzar la calle, antes de saltar una vez más sobre la pareja sin techo y entrar por segunda vez en el cuarto, ahora para desnudarla y filmarla y descomponer las líneas de su cuerpo en infinitos fragmentos que luego rehará a voluntad en su televisor. La desvestirá y volverá a vestirla, lavará el cartón de jugo y lo tirará al la basura antes de marcharse. A la tarde siguiente llevará imágenes a la sala de vídeos de la casa de San Isidro, junto a la galería de geranios, y se quedará oyendo durante horas el vaivén de sus entrañas, el temblor eléctrico de esa respiración que odia y ama.

viernes, 25 de julio de 2008

Alberto Barrera Tyszka

Sobre "Historia de un encargo", de Gustavo Guerrero.

Alberto Barrera, premio Herralde 2006 y amigo de Pilar Dublé, escribe sobre el libro "Historia de un encargo", del autor Gustavo Herrero, donde se afirma que un tercer escritor, Marcos Pérez Jiménez, encargó en su día a Camilo José Cela escribir un libro (La Catira) que pretendía ser un modelo de venezolanidad.



Gustavo Guerrero no sólo ha escrito un libro magnífico sino también providencial, atento a la inquietud de los tiempos

Guillermo Cabrera Infante aseguraba que, en la antigua Atenas, Herodoto cargaba con la fama de ser "el rey del chisme". Más allá de la vocación maledicente del escritor cubano, a mí me resulta de lo más natural que al padre de la historia se le acuse de ser un chismoso trepidante. Ahí respira uno de los desafíos de cualquiera que desee asomarse seriamente al pasado: cómo manejar todas las versiones, las casi infinitas habladurías, de lo que supuestamente es –o debe ser– una sola historia. En la tradición de este reto se inscribe un libro que acaba de aparecer en nuestra librerías: Historia de un encargo... Su autor, Gustavo Guerrero, ha conseguido algo muy difícil en este país: ordenar un rumor. Organizar y darle sentido, por fin, a un viejísimo chisme nacional.

En la década de los cincuenta, el entonces joven autor español Camilo José Cela escribió una novela, bajo el encargo y el patrocinio del dictador Marcos Pérez Jiménez.

El libro se llamó La Catira y se trata, según apunta el ensayista, de "la novela más aparatosamente venezolanista que se haya escrito jamás". A partir de este cuento, Gustavo Guerrero se hunde en una investigación, que combina de manera extraordinaria el ensayo y el periodismo, la crónica literaria y el ansia detectivesca. No en balde, acaba de ganar, en España, el prestigioso Premio Anagrama de Ensayo.

La Historia de un encargo..., sin duda, desarrolla el mejor y más completo registro de lo que, hasta ahora, era una diáspora de documentos, datos, testimonios sueltos, correspondencias...sobre la aventura venezolana del Premio Nobel Camilo José Cela. Pero no se queda ahí. Gustavo Guerrero construye una mirada que busca ir más allá, incluso, de la escaramuza, de la polémica, del oportunismo del escritor gallego. El libro aprovecha, en todos sus aspectos, la experiencia editorial de La Catira para realizar una lectura cultural e ideológica del proyecto de la "hispanidad", de la relación entre dos proyectos autoritarios que buscaban – cada quien a su manera y desde sus propios intereses– imponer un particular consenso cultural.

Antes de leer el libro, yo especulaba sobre su pertinencia, pensando sobre todo en las relaciones entre los escritores y el poder. El caso de Cela y su relación impúdica con las dictaduras de Francisco Franco y de Marcos Pérez Jiménez aparecía ante mis ojos como una posibilidad para reflexionar y dibujar preguntas: cuándo, cómo y por qué un escritor pone su talento al servicio de una causa, somete su creatividad personal a los objetivos de una misión extra literaria.

Después de leer el libro, entendí que la inteligencia ensayística de Gustavo Guerrero había sabido aprovecharse de este primer suspenso para ir también hacia preguntas todavía más hondas, hacia las dudas que aún nos rondan alrededor de temas como "identidad", "nacionalidad", "venezolanidad"... Guerrero quiere llevarnos al interior de esa novela, donde de pronto se juntaron el nacionalismo perezjimenista y el ideal hispánico franquista, con la intención de postular, a partir de la certeza de una lengua común, un artefacto inverosímil, una imagen de país donde todos debíamos identificarnos, reconocernos.

Una de las maravillas de este libro es, justamente, su capacidad de hablar de nosotros, de nuestro tiempo, sin nombrarnos directamente.

La pretensión –deliberada o no– de borrar cualquier alteridad con un discurso epopéyico y emocional tiene mucho que ver con el presente, con lo que somos hoy día. Cuando Gustavo Guerrero investiga el empeño de Laureano Vallenilla Lanz (padre) por definir la llaneridad como mito fundacional de Venezuela, pareciera que está reflexionando sobre nuestra propia experiencia actual, pareciera que estamos leyendo un lúcido ensayo sobre la construcción de otro nuevo consenso, de otro nuevo "ideal nacional", menos hispánico tal vez, más bolivariano, probablemente, pero con las mismas pulsiones totalizadoras, con la misma tentación de ser un himno.

Gustavo Guerrero no sólo ha escrito un libro magnífico sino también providencial, atento a la inquietud de los tiempos. Tal vez, ahora, muchas otras "catiras" vengan de regreso, deseando convertirse en un nuevo consenso cultural, en imágenes de una nueva venezolanidad. Es la mayúscula del poder tendiéndose sobre la diversidad.

Y frente a eso vale la pena recordar unas frases de otro escritor cubano, Gustavo Pérez Firmat, cuando dice: "La latinidad es un escenario donde Jennifer López malamente baila un mambo que no lo es.

Por eso cuando me dice latino, respondo la tuya".

Isaak Babel

"Cuentos de Odessa"

Evocado por Carlos.

Traigo un fragmento de “Cuentos de Odessa” un libro de cuentos de Isaak Babel, con la mafia judía en Odessa como tema principal. Como saben ustedes, el autor fue un escritor judío mimado por Máximo Gorki, quien le aconsejó darse un voltio por la vida, para tener experiencias y, así, algo de lo que escribir; nuestro hombre se alistó en la caballería cosaca, donde sirvió como soldado en 1920. Aquella aventura se tradujo en su obra más conocida: “La Caballería Roja”. Babel cayó en desgracia y el régimen estalinista lo metió en un campo de concentración, del que nunca salío.



«El entierro tuvo lugar a la mañana siguiente. Puede preguntar por aquel entierro a los mendigos del cementerio. Pregunte también a los criados de la sinagoga, a los vendedores de aves o a las ancianas del segundo asilo. Entierro como aquél no lo había visto aún Odessa ni lo verá el resto del mundo. Los guardias municipales lucieron aquel día guantes de hilo. En las sinagogas, cubiertas de verdor y abiertas de par en par, ardía la electricidad. Sobre los caballos blancos que tiraban de la carroza se balanceaba un negro plumaje. Sesenta cantores abrían el cortejo. Los cantores eran niños, pero cantaban con voces femeninas. Los jefes de la sinagoga de los vendedores de aves conducían del brazo a la tía Pesia. Tras los jefes iban los miembros de la sociedad hebrea de dependientes de comercio, y a continuación, los abogados, los doctores en medicina y las enfermeras-comadronas. A un lado de tía Pesia se encontraban las gallineras del Mercado Viejo; al otro lado, las respetables lecheras de Bugaievki envueltas en anaranjados chales. Esas mujeres pisaban con la firmeza de los gendarmes en la revista de un día de fiesta nacional. Sus anchos muslos exhalaban aromas de mar y de leche. Detrás de todos, seguían desmadejadamente el cortejo los empleados de Rubim Tartakovski. Eran cien personas, o doscientas, o dos mil. Llevaban levita negra con solapas de seda, y botas nuevas que gruñían como lechones en un saco».

jueves, 3 de julio de 2008

Luis Britto García

La foto


Evocado por Majo


Era color sepia pero la copia actual, ampliada, es gris y hasta cierto punto brumosa. De izquierda a derecha, en primera fila, sentados: joven de mirada profunda y cabellos con gomina, camisa manga corta y pantalones a rayas; a su lado, joven flaco con grandes entradas, las manos sobre las rodillas, el cordel de un zapato desatado; a su lado, joven parecido a Ramón Novarro, mejillas chupadas y un paltó doblado sobre las piernas; a su lado, joven con lentes redondos, montura metálica, peinado con la raya en el medio, un peine en el bolsillo de la camisa; a su lado, joven con mirada de desnutrido que parece estar observando las nubes o deslumbrado por el sol del patio de la prisión, y de él llama la atención ese gesto y no la ropa que tiene o cómo es su cara; a su lado, joven con bigotes y corbata de lacito y camisa a rayas grises; a su lado, una pierna doblada y la otra extendida, joven gordinflón, con el aire de quien acaba de caer sentado. Agachados: joven que sonríe, joven que está serio, joven que mira con intensidad, joven que parece aburrido, joven que mira a la derecha, joven que pone gesto trágico, joven a punto de dejar de ser joven. Parados: joven con las manos cruzadas sobre el pubis, joven con los brazos cruzados sobre el pecho, joven con los brazos a la espalda, joven con los brazos caídos, joven con los brazos en los bolsillos, joven que sostiene un paltó en el brazo, joven con la mano derecha en el hombro izquierdo. La ropa, se ve muy ajada, quizá por lo pasada de moda, quizá porque la foto fue tomada a la semana de estar presos y no dejaban pasar envíos de ropa limpia desde afuera. No se nota ningún detalle del patio del cuartel.

De izquierda a derecha, el tercero, parado, fue el del discurso que después le dirían fogoso, tenía cosas como aquí está la juventud y cumplimos con el llamado, a él lo pusieron preso por decirlo y a los demás porque aplaudieron, tres meses después lo botaron del país pero al fin llegó a Ministro. El primero, sentado, dos años más tarde murió de un tiro de fusil al tratar de cruzar la frontera disfrazado de peón. El tercero, segunda fila, fue el que compartió con el Presidente la comisión de cincuenta millones que los norteamericanos pagaron para tener más concesiones petroleras que los ingleses. El cuarto, primera fila, estuvo preso otra vez durante la dictadura, pasó en eso varios años, después fue Ministro de Relaciones Interiores y participó en la desaparición del estudiante Alberto Méndez, cuyo cuerpo fue horriblemente mutilado, etc. El segundo, primera fila, fundó publicaciones humorísticas y murió de hambre. El quinto, tercera fila, fue el tronco de abogado que le gestionó a los americanos las concesiones del hierro. El cuarto, segunda fila, era marico. El séptimo, primera fila, nadie se acuerda quien era.

En cuanto al tercero, primera fila, participó en la gran venta de inmuebles de propiedad pública y después se descubrió que él actuaba a la vez como abogado de la Nación y de la empresa compradora. El quinto, segunda fila, fue llevado al Consejo de Ministros para que pusiera la fuerza hidroeléctrica de Guayana en manos de la familia Umeres. El sexto, primera fila, montó la empresa constructora que acaparó los contratos de obras públicas mientras era Ministro el séptimo, segunda fila, que era propietario del noventa por ciento de las acciones. El quinto, primera fila, compró en cien mil bolívares su nominación como diputado por el gran partido popular y vendió su voto en tres millones cuando se discutía la reforma tributaria.

El segundo, tercera fila, llegó a Presidente e hizo respectivamente, matar, encarcelar y expulsar del país, al primero, segunda fila, primero, tercera fila, segundo, tercera fila, y sexto, primera fila. El cuarto, tercera fila, se puso de acuerdo con el sexto, misma fila -para entonces Ministro-, se hizo expropiar sus haciendas por el cuádruplo de su valor y ahora es banquero. El sexto, segunda fila, anda con un cáncer en la próstata. A la hija del tercero, primera fila, yo me la cogí.

La foto está cada día peor y la gente se parece menos. La publicaron primero en el Libro Rojo de la Subversión , y después ha ido dando tumbos hasta aparecer en Memorias de una Vida Política, que el cuarto, primera fila, escribiera en Antibes. Por aquí y por allá, sobre una que otra cabeza, hay crucecitas, y a veces hay dos cabezas muy juntas y no se sabe de quién es la crucecita.

El mundo da muchas vueltas.

sábado, 28 de junio de 2008

Osvaldo Soriano

Una sombra ya pronto serás

      Evocado por Dani


      Detrás de la oficina del Automóvil Club pasaba un alambrado que se perdía a la distancia y protegía un mundo que me era ajeno y hostil. De pronto recordé que había soñado con eso: un laberinto asfixiante en el que por más que caminara siempre estaba en el mismo lugar. Algo me atrajo, quizá la incertidumbre o mi propio miedo y me largué a correr hacia cualquier parte. En la ruta vi un tipo subido a un poste de teléfono que miraba a lo lejos. Pensé que buscaba lo mismo que yo pero después me di cuenta de que estaba cortando los cables mientras otro, en el suelo, los enrollaba con destreza profesional. El cobre se había lavado y los rollos amontonados al borde del camino brillaban como las coronas de los santos. Los dos ladrones se demoraron un momento, sorprendidos por mi carrera silenciosa. A lo lejos, donde comenzaba a borrarse el asfalto, distinguí las siluetas y el piano que parecía un gigantesco ataúd velado por una cofradía demente. Pensé que si Dios existe estaba allí, mezclado con los músicos, dictando el último salmo o abriendo el juicio final. Los del colectivo 152 tocaban un Requiem solemne pero sin tristeza mientras en la línea de la llanura asomaba una brizna de luz rojiza. Parecían espectros que de vez en cuando tendían el brazo para dar vuelta una página de la partitura. El viento les inflaba las camisas y las polleras y a veces les arrancaba las hojas de los atriles. La chica del piano tenía rizos colorados o tal vez eran los reflejos del amanecer. A uno de los violoncelistas le faltaba un vidrio de los anteojos y el tipo del contrabajo tenía que agacharse para acompañar el instrumento que se hundía poco a poco en el barro. Los ladrones llegaron hasta donde estaba yo y se sentaron sobre las parvas de cobre a escuchar con la boca abierta. Cuando el sol se levantó todos estábamos como desnudos. El piano se hizo más negro y la tapa abierta le daba el aspecto de un pajarraco abatido por la tormenta. Los músicos eran doce o quince y se despedían sin rencor de algo que habían querido mucho y por demasiado tiempo. No había otros colores que los del cielo espléndido y los grises del campo me parecieron de una melancolía abrumadora. Mozart debía estar dándoles su aprobación y ellos lo sentían porque en sus caras había sonrisas jubilosas. Hasta que todo terminó. El apoteosis de las últimas notas se desvaneció en un cortejo de hombres y mujeres pequeños que se perdían como hormigas preparándose para un largo invierno.

miércoles, 9 de abril de 2008

Señores y sirvientes

Pierre Michon

Evocado por Carlos


Fragmento del capítulo “Quiero solazarme”, correspondiente a Señores y sirvientes, de Pierre Michon. El cura de Nogent, antaño modelo y ahora casi amigo de Jean Antoine Watteau (a quien, «en sus años mozos le pareció un intolerable escándalo que no fueran suyas todas las mujeres»), lleva a casa del pintor a unas conocidas del cura, primas entre sí:



      También fue para que se distrajera para lo que llevé a su casa a Agnès y Elisabeth, hija la una y sobrina la otra de un burgués amigo mío, ambas muy dadas a las risas incontenibles, los intercambios de notitas y la melancolía fingida, muy dadas, sobre todo, a buscar de quién enamorarse, inocentes pero picoteras, lechales, primas. Para que se distrajera lo hice; pero no soy tan buena persona, fue también para tentarlo.
      Estaba trabajando entonces en una composición de gran tamaño, un encargo para la Academia o para algún comerciante, lo he olvidado; poco me acuerdo de aquel cuadro: sólo veo ya un bosque alto, en cuyo centro habían abierto sus pinceles una brecha de considerable tamaño por la que se colaban unas nubes, mucho color blanco, e incluso un templete remotamente parecido a aquel en el que él pintaba, pero espectral y repetido en el agua; como de costumbre, titubeaban unas mujeres ante aquella oquedad. El paisaje estaba ya pintado, las figuras sólo esbozadas; preguntó a Agnès y Elisabeth, con la boca chica, si querían ser esas mujeres. En presencia de ambas parecía molesto, quizá cortésmente irritado, y las miraba mucho. Las dos chiquillas, por descontado, se escandalizaron, se ruborizaron, se consultaron con el rabillo del ojo, y no dijeron que no; él tenía atuendos elegantes, y algunos de teatro, con los que vestía a las personas de uno u otro sexo, según las que encontrase dispuestas a posar; anduvo revolviendo dentro de un armario y regresó con un brazado de sedas crujientes, de satenes de color de rosa, de satenes azules, de vestidos escotados y corpiños. Las niñas se veían ya marquesas y palmoteaban. Se engalanaron en la habitación de al lado y se oían sus risas. Él y yo no nos mirábamos. Las colocó en la postura adecuada: ya las tenía conquistadas; y bien creo que no tardaron en perder de vista a ese pintor que, al principio, las intimidaba; y no quedó, en su lugar, sino alguien más cercano y de más dulces secretos, un sastre puesto a su servicio, muy ocupado en drapear telas sobre sus personitas, un peluquero quizá, con aquel buen gusto que tenía para peinarlas, recogiéndoles todo el cabello en lo alto de la cabeza y clavando encima, en aquella espesura estremecida, un airón, para dejarles las orejas y la nuca brindadas, las mejillas más redondas y los senos más próximos, como anunciados. Hizo de ellas rápidos esbozos de pie, en cuclillas, sentadas; casi siempre de espaldas. Se prestaban con amanerada buena voluntad a aquella representación. Él, agraviado, bocetaba en tres colores, como si de unas hojas se tratase, aquellas manos delicadas, aquellos menudos pies calzados.
      ¿Unas hojas, en verdad? Poco les faltaba a éstas para estremecerse, y no precisamente con la brisa; y bien que lo notaba él. Estaba más serio que nunca, demasiado serio. En su presencia, en presencia de aquellos corazoncitos sobrenaturalmente ataviados, ardiendo en la hoguera de que los mirasen y de saber que alguien los tenía a su merced, se convertía en otro hombres, desaparecía su gusto por las bromas: sólo le quedaba ya una intensa inhibición asaz cómica en opinión mía, una suerte de tirantez en todo el cuerpo, un envaramiento de las pantorrillas y los brazos de la que sólo se libraba la mano derecha, desligada, prodigiosamente libre como solía, cortando, distorsionando, dando profundos toques. La mirada estaba al acecho, pero imposible decir si era jubilosa por ver la presa a su alcance, o si conjuraba a esa presa en vano para que acudiese. No me hizo mucho más caso que si hubiera sido un mueble; yo había dejado de existir; él sólo dirigía la palabra a una de las muchachas, o a la otra, brevemente y con bastante rudeza, para que cambiasen de postura, lo mirasen, inclinasen la nuca: creo que ellas tomaron por laconismo de eficaz artesano lo que no era sino el suspiro irritado y clandestino del obro hambriento que está afilando por debajo de la mesa sus cuchillos, pero eso sólo lo supe más adelante, y ellas también.
      Volvieron muchas veces; estaban entusiasmadas con él, o con la tarea de posar a que las sometía. No volví a estar presente en esos encuentros; pero sé que usó a las primas para muchos cuadros, en los que, luego, pude reconocerlas. Agnès más rubia, y Elisabeth más llenita, más dichosa, con el cuello más imperioso y la risa más aguda, arrobada. Me ausenté en el mes de enero, pues los asuntos del obispo me obligaron a salir de viaje. No volví a Nogent hasta finales de marzo. Un atardecer —era por Semana Santa, caía ya la noche, llovía como llueve a finales de Marzo—, regresé a casa del pintor.
      El parque se abre en la parte alta del valle y desciende en suave pendiente hasta el Marne; el pabellón se halla a mitad de la cuesta, a la derecha, cerca de unos bosquecillos que lo ocultan un tanto; bordeando la cerca de la izquierda, el camino real baja hacia el puente del Marne, que queda oculto bajo una doble cortina de avellanos; entre el pabellón y el camino, hay una amplia extensión de pradera al descubierto, una pradera ingenua contra el fondo del cielo, que es, en verano, como las cosas que él pinta. La lluvia azotaba ese prado, el cielo bajo lo agobiaba, la noche se le venía encima. Yo estaba calado y me sentía viejo. Llegué a un punto equidistante entre el edificio y el camino, dominando aún ambos; se abrió allá abajo una puerta con violencia, con un estruendo de cristales opacos tras la pantalla de la lluvia; alguien salió y corrió por el suelo empapado con paso raudo, pero torpe, como corren las muchachas: era Elisabeth, vestida de satén azul, desabrochada, chorreando; la reconocí cuando pasó sin verme a pocos metros de mí, cruzando la candorosa pradera bajo el cielo sucio; el agua le soltaba los cabellos recogidos; el airón de plumas le colgaba, pegado a la mejilla, como un ala de ave de corral muerta; miraba el cielo blanco y lloraba, con la boca muy abierta para una suerte de risa; se recogía la falda con ambas manos y andaba a pesados trompicones, pisando con las medias blancas por la hierba embarrada. Agnès le iba a la zaga, a distancia; caminaba deprisa, pero no corría, y llevaba el manto echado por la cabeza; me pareció que la llamaba; y también iba o riendo o llorando. Aquellas dos siluetas que se me aparecían eran desastrosas y apasionadas, muy patentes. Redoblaba la lluvia. Un galope a la izquierda me hizo volver la cabeza: por el camino real desaparecían sin tregua por entre los avellanos negros y volvían luego a aparecer unos jinetes de uniforme que corrían hacia el puente del Marne, con la sobreveste al viento y la cabeza pegada al cuello del caballo; los caballos y las guerreras eran de una palidez de cielo: creí ver en ellos la gran cruz lívida con flores de lis volando como un ave nocturna: unos mosqueteros ebrios, sin duda, cegados a lomos de sus rollizos caballos, corriendo brutalmente a la carga bajo el agua, camino de un refugio, de una basa para poner a secar las botas y los plumeros, igual que habrían corrido a la carga con la espada desnuda bajo el fuego de la batalla. Desaparecieron de repente las empapadas sobrevestes, decayó el galope de súbito, igual que callan los tambores de los ejércitos en retirada, extenuados, vencidos entre las lluvias de Flandes: bastó el breve tiempo que tardó en imponerse y abolirse aquella visión brutal para que desapareciesen las muchachas: la pradera catastrófica estaba de nuevo lista para los violines del verano. Él se hallaba a mi lado, inmóvil, con la peluca chorreándole sobre la casaca. Me miraba con la boca abierta; y, de pronto, rompió en una risa interminable: yo estaba con las manos colgando y un porte de imbécil; intenté sonreír y me anegó la vergüenza de todo aquello. No pregunté nada.

domingo, 16 de marzo de 2008

El último encuentro

Sándor Márai

Evocado por Maester

-Me vas a responder a dos preguntas-dice el general, inclinándose también hacia delante: habla casi entre susurros, de una manera confidencial-. A dos preguntas que tengo planteadas desde hace décadas, desde que te espero. A dos preguntas a las que solamente tú puedes responder. Ya veo que crees que quiero preguntarte si aquella mañana, en la cacería, tuviste de verdad intención de matarme, o si sólo fue imaginación mía. Al fin y al cabo, no ocurrió nada.(…) Veo que también crees que la otra pregunta sonaría así: ¿fuiste amante de Krisztina? (…). Pues no, amigo mío, estas dos preguntas ya has respondido.(…) No te formulo esa pregunta, porque sé con absoluta seguridad que aquella mañana tu intención fue matarme. No te lo digo como una acusación, más bien me das pena. (…) ¿Qué puedo hacer con los secretos corrompidos de una casa de soltero, con la podredumbre de un adulterio, con los viejos secretos de alcobas de aire viciado, con los recuerdos de unos ancianos muertos o a punto de morirse? (…) Sería vergonzoso, indigno de ti y de mí, indigno del recuerdo de nuestra infancia y juventud, de nuestra amistad. (…) ¿Qué importan, al final de la vida, la verdad y la mentira, el engaño, la traición, el intento de asesinato o el asesinato mismo, qué importan dónde, cuándo y cuántas veces me engañó contigo, con mi mejor amigo, mi esposa, el único y verdadero amor de mi vida, mi única y gran esperanza, Krisztina?

sábado, 15 de marzo de 2008

Salvador Salazar Arrué

Semos malos



Evocado por Dani



      Loyo Cuestas y su «cipote» hicieron un «arresto», y se «jueron» para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja en la bandolera; el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que tenía la forma de una gran campánula; flor de «lata» monstruosa que «perjumaba» con música.

      -Dicen quen Honduras abunda la plata.

      -Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen...

      -Apurá el paso, vos; ende que salimos de Metapán trés choya.

      -¡Ah!, es que el cincho me viene jodiendo el lomo.

      -Apechálo, no siás bruto.

      «Apiaban» para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de «zunzas», las «taltuzás» comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces «bían» visto el rastro de la culebra «carretía», angostito como «fuella» de «pial». Al «sesteyo», mientras masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un «fostró». Tres días estuvieron andando en lodo, atascado hasta la rodilla. El chico lloraba, el «tata» maldecía y se «reiba» sus ratos.

      El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de «pasantes». Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie «diún palo» y pasaban allí la noche, oyendo cantar los «chiquirines», oyendo zumbar los zancudos «culuazul», enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo.

      -¡Tata: brán tamagases?...

      -Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas.

-      Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan.

      -Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.

      -Es que currucado no me puedo dormir luego.

      -Estírate, pué...

      -No puedo, tata, mucho yelo...

      -¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué...

      Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un «tapexco»; y rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara «añudada» de resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano. Los primeros «clareyos» los hallaban allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semiarremangados en la «manga» rota, sucia y rayada como una cebra.

      Pero Honduras es honda en el Chamelecón. Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres... Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja -como en los tiempos primitivos- tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.


      Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar «chingastes» de plata sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado «olisco».

      -Te dijo ques fológrafo.

      -¿Vos bis visto cómo lo tocan?

      -iAjú!... En los bananales los ei visto...

      -¡Yastuvo!...

      La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.

      Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los «blanquiyos» manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su «cipote» huían a pedazos en los picos de los «zopes»; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino...

      Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche.

      Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.

      Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y desesperada, la «prima» lamentaba una injusticia.

      Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron...

      Uno de ellos se echó a llorar en la «manga». El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo «barrioso», donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:

      -Semos malos.

      Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.

sábado, 2 de febrero de 2008

Gabriel García Márquez

Un día de estos

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

-Papá.

-Qué.

-Dice el alcalde que si le sacas una muela.

-Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

-Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:

-Mejor.

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

-Papá.

-Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.

-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:

-Siéntese.

-Buenos días -dijo el alcalde.

-Buenos -dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

-Tiene que ser sin anestesia -dijo.

-¿Por qué?

-Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:

-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

-Séquese las lágrimas -dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

-Me pasa la cuenta -dijo.

-¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.

-Es la misma vaina.