lunes, 27 de octubre de 2008

Javier Tomeo

La Soledad de los Pirómanos, evocado por Carlos

El mundo tan particular de Tomeo: un personaje-narrador solitario, urbano, medio majareta; un hombre que habla con refranes y frases hechas, y que todo lo ha aprendido de la televisión.





      Seguramente en estos momentos está pensando en los vikingos. Ha oído campanas, pero no sabe dónde. Hace un par de semanas salió por el Canal Veinte un explorador noruego que dijo que América la habían descubierto como quien dice sus abuelos.
      Me parece una estupidez defender semejantes teorías. Bastante tenían aquellos tíos con sus cornamentas. Le aconsejo que se deje ahora de vikingos y de vikingas, porque nadie puede presumir de haber descubierto una cosa que no estaba buscando y le exijo que se defina de una vez y me diga si le parece bien que hayan puesto a Colón señalando las costas africanas.
      No dice ni que sí ni que no y monta una pierna encima de la otra. Nunca se había atrevido a sentarse de esa forma en mi presencia. Se queda un rato callado y por fin reconoce que Cristóbal Colón y América le importan tanto como lo que se ha encontrado hoy. Le pregunto que qué ha encontrado y dice que nada.
      —Pues eso me parece mal —le digo—, porque gracias al señor Colón puedes comerte ahora un buen plato de patatas guisadas. Fue él quien trajo las patatas de América. ¿Y los tomates? ¿Qué me dices de los tomates? ¿Y los cigarros puros?
      No sabe qué responder y no insisto. Prefiero archivar este asunto y pasar a otro tema. Ya llegará el momento de aclarar la situación y pedirle que me explique por qué está tan raro.
      Le pido al camarero otra botella de agua y levanto la mirada al cielo para ver qué tal siguen las cosas por ahí arriba. Las nubes continúan sin aparecer, pero por encima del barrio de B empieza a elevarse una espesa columna de humo.
      —Allí se está quemando algo —le señalo a Ramón.
      No me importa admitir mi error y reconocer que los bomberos no fueron al barrio de B para liberar un gato travieso, sino para sofocar un incendio con todas las de la ley. Ramón, por lo tanto, tenía más razón que un santo. Continúo señalándole la humareda con el índice, tal como hace Colón con las costas africanas, y se queda un buen rato contemplando con aire de entendido, es decir, como si lo suyo fuese opinar a propósito de llamas y humos.
      Al cabo de un buen rato sacude varias veces la cabeza y opina que no cree que el fuego se extienda por el barrio. Le pregunto que cómo puede estar tan seguro, y responde que hoy en día los bomberos tienen unas mangueras muy largas que llegan a todas partes.
      —¡Jo, jo, jo! —se ríe.
      Su insolencia aumenta por momentos. Cualquiera puede adivinar lo que ha querido decir al hablar de mangueras.
      —¡Ja, ja, ja! —me río también yo, para que no piense que me doy por aludido.
      El camarero se acerca el botellín de agua a la boca y por un momento pienso que va a arrancar la chapa con los dientes. Sólo es un farol. Al final utiliza el abridor que le cuelga del cinto y se me queda mirando a los ojos, como desafiándome a que encuentre en toda la ciudad un camarero tan gracioso como él.
      No me fío de las apariencias. Estoy seguro de que este hombre no está de tan buen humor como quiere darnos a entender. Su media sonrisa no consigue engañarme. Creo que no le divierte un pelo servir botellines de agua mineral a dos tipos maduros vestidos con chándales de distinto color y, por si eso fuese poco, hacerlo a unas horas en las que casi todos los demás clientes le piden un café con leche y un bollo.

No hay comentarios: